miércoles, 2 de mayo de 2012

DESVESTIDOS, NO DESNUDOS  (ESPAÑA)

Se produce un cambio radical de percepción cuando empezamos a pensar en el individuo representado en una obra de arte como alguien desnudo, situado de algún modo en un plano ideal, sino desvestido: es decir, que se ha quitado la ropa. Hasta la intervención de la fotografía los artistas no tuvieron que enfrentarse a diario a semejante dilema.
El enriquecimiento del mundo del arte habido en el periodo helenístico, y en especial el gusto por el nuevo realismo, conllevó la representación de tipos físicos de ambos polos del espectro de edad, los ancianos y los niños de corta edad pasaron a formar parte del repertorio del artista. Para el público, sin embargo, la imagen de la decrepitud tenía connotaciones de pobreza y miseria que no veía necesariamente con buenos ojos. Un ejemplo pertinente es la estatua que representa a un viejo pescador -tema muy popular entre los griegos helenísticos y los romanos, a juzgar por el número de copias existentes- que más tarde, gracias a la imaginación de los eruditos del Renacimiento, se convirtió en retrato del poeta y filósofo Séneca (c. 4 a.C.-65 d.C.) suicidándose por orden del emperador Nerón. La fidelidad con que se ha tratado la carne flácida y arrugada del sujeto, desechando todo pretexto de idealización, nos hace plenamente conscientes de su desnudez. El cristianismo, aplicando su compasiva doctrina, transformó este tipo de retratos fríamente objetivos en algo que inspirase empatía en el espectador: san Jerónimo rezando y ayunando en el desierto de Calcis, o Job sobrellevando con paciencia sus aflicciones.

La invención de la fotografía recondujo el arte hacia el realismo, influyendo drásticamente en las actitudes sociales sobre el tema del desnudo. La objetividad de la lente parecía incuestionable; al enfocar el cuerpo humano, reflejaba implacablemente hasta qué punto se apartaba de esas proporciones ideales que las academias artísticas se esforzaban en inculcar a sus discípulos. Además ponía de relieve que el sujeto retratado era un transgresor del precepto del pudor, pues se había despojado de la ropa a la vista de otro individuo. Es decir, ya no cabía la pretensión de que se tratara de un acontecimiento imaginativo, sólo ocurrido en la mente del artista; los efectos de la luz sobre la emulsión fotográfica eran una prueba palpable de que había tenido lugar.

Se podría suponer que el hecho de que una mujer se desvistiera ante un hombre (aun cuando desde el principio muchas mujeres se dedicaron a al profesión, se daba por sentado que el fotógrafo pertenecía al género masculino) sería mucho más escandaloso si se tratara de dos varones, modelo y artista; pero lo cierto, y por más de una razón, es que no ocurría así. Los focos de interés sexual del cuerpo de la mujer son los pechos y la vagina, su parte más privada y recóndita. Los primeros se habían representado en el arte con tanta frecuencia, y expuesto tan ostensiblemente por los dictados de la moda, que en el segundo cuarto del siglo XIX ya habían perdido buena parte de su capacidad de escandalizar. En cuanto a la vulva, no es precisamente la parte más ostensible de la anatomía femenina, con un mínimo de retoques, el fotógrafo podía eliminar incluso el vello púbico sin que el efecto de conjunto resultara irritantemente incompleto.

Los genitales, el centro de atención sexual en el cuerpo del varón, eran un caso enteramente distinto. El arte occidental nunca había llegado a una convención satisfactoria sobre el modo de tratarlos, ni siquiera en los momentos de apogeo del impulso idealizador. Los griegos optaron por reducir su tamaño con relación al cuerpo, salvo en unas pocas representaciones eróticas. En cuanto al arte cristiano, hasta la llegada del Renacimiento era casi imposible representar los genitales masculinos, e incluso después se siguió procurando camuflarlos con telas o convencionales hojas de parra estratégicamente situadas. Es de destacar que, a la hora de realizar bocetos de desnudos frontales en la intimidad de su estudio, los artistas académicos solían dejar desdibujado o sin hacer este detalle en particular.

Aún cuando los fotógrafos adoptaran algunas de estas púdicas estrategias envolviendo al modelo con un pañuelo o echarpe, o colocándolo en posturas en las que el pene y los testículos quedaran ocultos por las piernas, la propia naturaleza del proceso tendía a causar un efecto contraproducente: el objeto fotográfico conservaba toda su carnalidad, en el más crudo y prosaico sentido de la palabra. Las poses ingenuas sólo resaltaban el hecho de que se pretendía ocultar algo, en lugar de conseguir que pasara desapercibido. Y en el caso contrario, cuando el fotógrafo realizaba un desnudo integral, el aparato genital -aunque no estuviera en erección- cobraba un protagonismo desproporcionado: tanto su tamaño como la implacable objetividad de la cámara la convertían en el epicentro de la imagen.

Además, el hecho de que un varón fotografiara a otro inspiraba un rechazo peculiar. Muy pronto primó en este campo el contexto sexual; las fotos de hombres sin ropa inspiraban la sospecha de que había de por medio sentimientos homosexuales. Incluso las series de Muybridge sobre atletas desnudos en acción parecen encerrar una carga erótica ausente en otras fotografías suyas muy similares de mujeres, aun cuando es este último caso el autor estuviera a todas luces muy lejos de albergar intenciones de este tipo. El aura sexual que envuelve a los luchadores retratados por Muybridge fue el motivo de que fascinaran tanto al pintor Francis Bacon (1909-1992).

Así pues, una consecuencia del triunfo de la fotografía fue que cada vez resultó más difícil representar hombres sin ropa de un modo puramente objetivo. Si nos detenemos a observar la larga serie de desnudos académicos producidos por los alumnos de la Ecole des Beaux-Arts de París que asistieron durante la década de 1880 a un curso dedicado al examen minucioso del cuerpo humano, de inmediato advertimos que esos dibujos y pinturas van haciéndose cada vez más personales. De la mano de los estudiantes de más talento surgieron vigorosos retratos de los modelos de que disponían: en su mayor parte soldados, obreros y vagabundos, junto con algunos italianos que posaban profesionalmente. Pero este avance quedó hasta cierto punto en la sombra porque pocos de esos alumnos albergaban el menor deseo de seguir dedicándose al desnudo masculino después de graduarse; por el contrario, se lanzaban a pintar lo que era aceptado y lucrativo: retratos y escenas de género en las que las figuras, por supuesto, estaban vestidas, así como esa clase de desnudos femeninos edulcorados, sólo discretamente eróticos, que gozaban del favor de los salones oficiales. Entretanto, la imagen popular del artista -como la difundida por libros del tipo de Scénes de la Vie de Bohéme, de Henri Murger, publicado por entregas entre 1847 y 1849- correspondía a un joven despreocupado y dotado de un saludable apetito sexual que se acostaba alegremente con su modelo o modelos femeninas, pero que nunca dedicaba un pensamiento a los varones, si es que los utilizaba.

La naturaleza de la fotografía -la supuesta objetividad de la cámara para captar y registrar el mundo visible- la hacía idónea para una labor, la descripción del “otro”, que empezó a cobrar relevancia tanto por el desarrollo del método científico como por el impulso hacia la exploración geográfica, aspectos ambos de crucial importancia a mediados y fines del siglo XIX. El “otro”, a este respecto, puede definirse como la persona que uno no es y nunca será. El miembro de una tribu de los bosques de Nueva Guinea, o de la selva amazónica o africana, cae dentro de esta categoría, pero también las diversas anomalías y deformidades de la naturaleza. Los sociólogos del siglo XX han argüido que la conciencia de la existencia de ese “otro” ejerce un efecto crucial en la forma en que los seres humanos definimos lo que nos es propio y ajeno. El énfasis, en este caso, se pone en el hecho de entablar relaciones con otras entidades y en el cambio que produce ese contacto.

Sin embargo, hay otra situación -casi reflejo especular de la anterior- en que los seres humanos definen su relación con un grupo particular o, por precisar más, con una norma en particular, examinando lo que parece quedar totalmente fuera de los parámetros de la misma. En esencia, esto es lo que hacían los antiguos griegos cuando se comparaban con los pueblos a los que consideraban bárbaros. Como ya hemos visto, una de las principales diferencias que establecían era la actitud hacia la desnudez masculina. Sin embargo, no hay que buscar mucho en el arte heleno para encontrar representaciones de la “alteridad” humana en el sentido en el que estoy empleando el término; en concreto, las imágenes de pigmeos y negros que aparecen en el arte de la Grecia del siglo V, sobre todo en la pintura vascular. Resulta interesante que aparentemente heredaran algunas de estas actitudes de los antiguos egipcios, como puede comprobarse en las paredes del templo funerario de la reina Hatshepsut en Deir el-Bahri, donde se representa una expedición naval al Punt, la costa africana del extremo meridional del mar Rojo. Entre los personajes destaca la esteatopígica reina de los pigmeos que habitaban la región. Los negros del Sudán figuraban entre los cuatro tradicionales “enemigos de Egipto”; a veces aparecen representados atados y desvalidos en el mobiliario de los faraones.

Una de las consecuencias de la fusión del arte griego con el egipcio tardío bajo el reinado de los Tolomeos fue la abundante producción de figurillas grotescas, a menudo deformes y con falos groseramente agrandados. Parece que se las consideraba talismanes de la buena suerte, tal vez simplemente por el contraste que ofrecían respecto al común de la gente, más afortunada. Otra especialidad del arte helenístico de Alejandría fueron las estatuillas de bronce de jóvenes negros, en este caso retratados con benevolencia. No obstante, siempre quedaba claro que se trataba de criados o mendigos; en el primer caso, también eran con toda probabilidad esclavos. Tal vez sea innecesario enfatizar la diferencia entre el hombre libre y el esclavo en el mundo antiguo. Difícilmente se podría hallar un ejemplo mejor para ilustrar este contexto de la “alteridad” al que me he referido.

En la Edad Media, el concepto europeo de “alteridad” se orientaba sobre todo al mundo islámico. En el siglo XVI cobró nueva fuerza por la conquista española de los imperios azteca e inca; y, posteriormente, por el encuentro de Norteamérica entre los europeos y las tribus nómadas indígenas, las expediciones del capitán Cook a los mares del Sur y acontecimientos como la embajada de lord Macartney en China (1792). Luego experimentó un florecimiento nuevo y más pleno en las despiadadas actitudes científicas del siglo XIX, ejemplificadas por los estudios de Muybridge de un niño tullido y por las fotografías de Nadar de hermafroditas. No obstante es la fotografía, antes que las demás artes, la que continúa explorando este campo. Es interesante señalar que los fotógrafos que buscan el alineado -al “otro”- tienden a escoger modelos masculinos, no femeninos. Esto no se cumple necesariamente en Diane Arbus (1923-1971), pero si en sus sucesores Robert Mapplethorpe (1946-1989), y George Dureau (n. 1930). Quizá el motivo sea que los temas masculinos les permiten reunir en una misma escena imágenes de poder con otras iguales, pero opuestas, de impotencia.

Mapplethorpe forjó su reputación gracias a una serie de sorprendentes retratos de la comunidad sadomasoquista masculina americana, y la consolidó con estudios fríamente impersonales de negros; el racismo latente de estos últimos raramente ha sido analizado. Dureau también fotografía a negros, generalemente desnudos y con frecuencia lisiados o mutilados. También ha captado con su cámara hombres blancos con amputaciones y enanos o “gente menuda”. Estas imágenes están al borde de la actual frontera de lo aceptable, pero son extraordinarias en cuanto que acentúan el abismo entre el espectador y el individuo retratado, y también porque tienden un puente de comprensión entre ambos. Dureau no idealiza el cuerpo humano, pero se podría decir que por medio de esos cuerpos masculinos tullidos y enanos idealiza la condición humana.

Fuente: Libro: Adán – La figura masculina en el arte (fragmento). Ediciones Centralibros S.A. 1998. Autor: Edward Lucie-Smith. www.lugaresnaturistas.wordpress.com

¡VIVA LA LIBERTAD!

¡VIVA LA DESNUDEZ NATURAL!

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